17.1.09

TETE A TETE: Santiago Calatrava

Santiago Calatrava es el arquitecto, escultor e ingeniero valenciano más reconocido de todos los tiempos. Sus obras recorren el mundo y es conocido por tener un proyecto siempre en mente. Ahora lucha por que su proyecto para la zona cero salga adelante.
En Trífora reproducimos una entrevista que el arquitecto concedía al magazine de EL Mundo.


A pesar de ser una de las estrellas de la arquitectura internacional, podría pasear por el centro de Madrid sin ser reconocido. ¿Es una conquista o una contradicción?

Supone un gran confort. Pero es algo que disfruto también en París, Nueva York y, cómo no, en mi ciudad de residencia, Zúrich, donde suelo ir andando a los sitios. Entre otras cosas porque no tengo carné de conducir. Eso me ha hecho ser un gran usuario del transporte público. Zúrich además tiene un carácter melancólico y muy calmo que me gusta mucho. Esto, para que se haga una idea, es como vivir en Oviedo [risas].

Pero un arquitecto estrella en metro no es lo habitual…

Pues yo lo utilizo mucho, sobre todo en Nueva York, donde tengo dos proyectos en marcha: la gran estación de transporte público de la Zona Cero y un rascacielos cerca del Puente de Brooklyn. Le aseguro que viajar en metro es una de las escasas posibilidades para llegar puntual en Manhattan.

Otra de las actitudes que también le ponen a la contra de muchos de sus colegas es su apuesta por la arquitectura como expresión artística. ¿Se considera un creador bien entendido?

En el sentido de marcar la pauta con un determinado modo de entender el quehacer de la construcción sí, he contribuido en algo, aunque sea una aportación modesta en el mundo de los puentes. Los que he hecho en España han despertado interés por lo que se refiere a la calidad de diseño y a la innovación. Ejemplos como el del Alamillo en Sevilla, o los que he realizado en Bilbao, Murcia, Mérida, Ondárroa... han sido de interés para otros profesionales españoles, que incluso han mejorado la técnica.

Pero no queda claro si la arquitectura es para usted una extensión del arte...

Bueno, en lo que se refiere a mi trabajo es una expresión personal mía. Así que entiendo la arquitectura como un arte. En ella me gusta dejar marcado lo que quiero exteriorizar. Entendida en su grandeza es capaz de asimilar todos los impulsos artísticos posibles. En los años 60 atreverse a decir algo así era un sacrilegio, porque todo el interés estaba en prestar un servicio a la sociedad. En la actualidad, y sin ir en detrimento de la función social de la arquitectura, somos más atrevidos a la hora de discutir el concepto de permanencia de la arquitectura, del mensaje que aporta.

¿Ha creado escuela?

No, no quiero decir eso. Sólo que siento que he ayudado a la renovación del diseño de los puentes en España. Desde el primer momento he tenido en este aspecto una voluntad innovadora. Entiendo que la arquitectura, como la pintura y la escultura, permite al arquitecto proyectarse personalmente en su obra y darle una marca distintiva. Ésa ha sido mi línea y así es difícil hacer escuela.



Sin embargo, ha desarrollado un lenguaje orgánico que ya es referencia, muy deudor de la luz y el blanco que singulariza su herencia mediterránea.

Me gusta lo de mediterráneo. Yo pertenezco a esa escuela. Nací en un pueblo de Valencia y desde la terraza de mi casa, allá lejos, se veía el mar y se escuchaban los barcos por la noche. De todo aquello queda siempre un perfume enorme. Además, cuando era estudiante viajé alrededor del Mediterráneo: desde el Egeo al Norte de África. Creo que en ese tiempo se forjó mucho lo que es la base de mi sentir. Es algo que me ha resultado fascinante al crear el complejo olímpico de Atenas para los Juegos del año pasado. En el ámbito del Mediterráneo están algunas de las grandes referencias que tenemos en la arquitectura.

¿Es un hombre de espíritu barroco?

Pues quisiera romper una lanza en favor del Barroco. Entre otras cosas porque Velázquez era un pintor barroco, igual que Rembrandt o Rubens. La fase de auténtica eclosión de la gran pintura tiene mucho que agradecer al Barroco. Sucede algo parecido a la arquitectura. Pienso en Borromini, que me parece el más apasionado de los arquitectos. Es el hombre que tiene ante de él el reto de Miguel Ángel y desarrolla una capacidad feroz de renovación e invención a través de las formas, del ornamento, de la curva, de los giros, de la observación de lo antiguo... Ahora, pretender ser un arquitecto barroco es algo que no encaja en nuestra época. El equivalente a Velázquez en el siglo XX es Picasso. Es el personaje español que más me interesa e inquieta.

¿Cuál es hoy su compromiso con la arquitectura?

Puramente picassiano.

¿Cómo es eso?

Haciendo todo lo que pueda por marcar la época en la que vivo, de una manera pasional y casi autobiográfica. Como él.

¿La anticipación al tiempo que desprenden sus obras, no hace de usted un arquitecto algo extraterrestre?

[Risas] Puede ser. Por su propia naturaleza, la arquitectura está decididamente dedicada al mañana. Hasta la obra más desafortunada y horrible tiene muchas posibilidades de sobrevivirnos.



En su trabajo hay una familiaridad de formas muy reconocible. ¿Se puede llegar a ser víctima del estilo?

Conseguir un lenguaje propio es el resultado de trabajar muchas horas en un mismo proyecto, donde uno debe ser capaz de soportar frecuentes cambios y que éstos, además, mejoren el resultado. Lo que queda es un modo de entender la vida propia y la de los demás, de ahí ese latido común. Sin victimismo.

¿Qué proyecto suyo destacaría?

Pues mire, me gustaría hablar de un edificio mucho más modesto de los que usted quizá está pensando. Se trata de la nueva bodega de Ysios, en la Rioja Alavesa. ¿Y por qué? Porque por una vez mi obra se ha enfrentado a un paisaje extraordinario, la Sierra de Cantabria. Además costó muy poco, 1.200 millones de pesetas con instalaciones incluidas, y supuso un reto enorme dejar en un paraje tan extraordinario un edificio que estuviese a la altura. Al final, creo que quedó un diálogo intenso entre el escenario y la obra. Para mí ha sido como descubrir un mundo nuevo: el de intervenir en un espacio virginal, la naturaleza desnuda en todo su esplendor.



Quien le conoce dice que es capaz de dilatar el tiempo hasta lo impensable. De hecho vive con urgencia entre Zúrich, París, Nueva York, Valencia… ¿Piensa mejor en movimiento?

Pues ahora que tengo más de 50 años miro hacia adelante y veo que casi todo ha pasado muy rápido. Hay que dar el máximo de lo que cada uno pueda y aprender de lo que se ha hecho para perfeccionar lo que le queda a uno por hacer.

¿Y cómo se conjuga esa idea tan zen en alguien que vive de avión en avión?

No se crea. Intento concentrar mis viajes durante una semana al mes. En ese tiempo, claro, puedo visitar cinco países distintos, pero el resto prefiero permanecer sedentario en Zúrich o Nueva York, concentrado.



Las ciudades crecen a ritmos vertiginosos y la arquitectura no puede abarcar ese volumen de crecimiento, ¿eso es sano?

Claro que no lo es. Muchas de estas ciudades viven con enormes problemas de insalubridad. Por eso hay que reaccionar. La solución está en mejorar la calidad de vida con la creación de infraestructuras básicas para el acceso al agua potable y al saneamiento. Eso ya es un milagro. En este sentido, el esfuerzo de hombres como Vicente Ferrer en La India es admirable. En otra época, la arquitectura ha tenido la capacidad de sensibilizar, articular y generar discusión sobre todo esto.

Sin embargo, la gran arquitectura de hoy se envuelve en el espectáculo, tan ajeno a necesidades básicas…

Pero al margen de toda esta discusión y del componente elitista que reflexiona sobre la arquitectura como expresión artística, es importante que se descubra que a través de las estructuras funcionales se crean condiciones favorables para el desarrollo del hombre. Es menos brillante, pero más heroico. Sin ir más lejos, la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia ejemplariza lo que es la intervención en la periferia de nuestras urbes para que, a través de edificios de cultura y ocio, se revaloricen zonas que han estado deprimidas. Nos quedan muchas acciones de mejora que pueden redundar en unos cambios enormes.

¿La utopía es el motor de su trabajo?

Bueno, era más una divisa de los años 60, ¿no? De hecho, yo estudiaba en París en mayo del 68. Recuerdo aquel lema tan conocido: “Sed realistas, pedid lo imposible”. Y es que en el fondo la vida es casi como una alucinación. Cuando más altas son las metas y los sueños, más interesantes son los días.

En su caso no hay duda de esa intensidad. Ahora el Instituto Americano de Arquitectos le ha concedido su premio más importante, la Medalla de Oro 2005, a los 50 años, ¿no se ve algo precoz para estos homenajes?

Déjeme que le diga algo. En todo este tiempo de contacto con Estados Unidos he descubierto la sorprendente capacidad de la sociedad estadounidense para asimilar a las personas que vienen de fuera. Eso es ejemplar. Yo he llegado allí casi con 50 años, me he establecido con cierta modestia y de pronto formo parte del contexto y soy acogido con enorme entusiasmo, sin ningún prejuicio. En este sentido hay muchas cosas que aprender de ellos.

¿Es ambicioso?

Mejor, exigente.



No hay comentarios: